Aislamiento y divergencia democrática: España y el proceso de construcción europea bajo la dictadura de Franco (1945-1975)

La España franquista y la construcción europea (1945-1975)


Carlos Sanz Díaz


Al término de la Segunda Guerra Mundial, todos los grupos de opinión europeos que impulsaron el proceso de integración del Viejo Continente compartían la convicción de que España no podría ser invitada a participar en la construcción de Europa mientras el General Francisco Franco se mantuviera en el poder. Para los países que acababan de asistir a la derrota de los totalitarismos de derecha, la realización del ideal europeísta estaba íntimamente ligada a la consolidación de las todavía frágiles democracias de posguerra. Por ese motivo, un régimen como el español, que en 1945 aparecía como el último reducto del fascismo, no podía tener cabida en la empresa común europea.

Por tanto, España pagó el apoyo de Franco a las potencias del Eje durante la guerra con el aislamiento y la marginación respecto al proceso de integración que estaba iniciándose en Europa. Una vez más, el país parecía estar perdiendo el tren de la Historia. Desde finales del siglo XIX, los esfuerzos más relevantes por modernizar el país habían tratado de acercar a España a los niveles de desarrollo económico, social, político, científico y cultural de los países europeos más avanzados. Para algunos de los más destacados representantes de la ciencia, el pensamiento y la política de la España del primer tercio del siglo XX, la modernización del país pasaba por su europeización, una fórmula que debía permitir superar el atraso secular y resolver los numerosos conflictos que asfixiaban a su pueblo, según la fórmula que acuñó el filósofo Ortega y Gasset: «España es el problema, Europa la solución».


Trazando una abrupta ruptura con la herencia de la cultura liberal y europeizadora que había culminado en la Segunda República Española (1931-1939), el Régimen del General Franco (1939-1975) emprendió la senda de un rancio nacionalismo que se completaba con la conformación de un modelo político autoritario muy influido por el fascismo y una organización económica autárquica. Durante la Segunda Guerra Mundial esta fórmula pareció tener un encaje cómodo en el Nuevo Orden Europeo regido por Hitler, pero la derrota del Eje dio paso a una radical falta de sintonía entre España y el nuevo clima de la Europa de la posguerra. En un contexto internacional enormemente hostil hacia el Régimen español, la España franquista adoptó ante los primeros pasos de la construcción europea una actitud muy crítica. En ella confluían el escepticismo hacia la viabilidad del proyecto europeo, el desprecio hacia el liberalismo y la democracia que, en opinión del régimen español, identificaban al ideal europeísta, y un componente de orgullo nacional herido que se alimentaba por la exclusión que, una vez más, sufría España por parte de Europa.


Todas las iniciativas de construcción europea de la posguerra, así como los proyectos de cooperación euroatlántica, arrancaron con el apartamiento expreso de la España de Franco. El Congreso de Europa de La Haya de mayo de 1948 rechazó el envío de representantes del Régimen español y acogió en su lugar a destacados representantes de la oposición democrática en el exilio. Meses más tarde, el Comité de Estudios para la Unión Europea hacía suya la opinión del Congreso de la Haya y del recién creado Movimiento Europeo Internacional de que España debía quedar excluida de una futura unión mientras no cambiara de régimen. Esta posición fue mantenida por el Consejo de Europa, creado en 1949, y por las Comunidades Europeas surgidas de los Tratados de Roma de 1957, que adoptaron el principio de que la democracia era una condición previa exigible para permitir el ingreso de España en sus organizaciones. Esta forma de condicionalidad política fue afirmada explícitamente por la Asamblea Europea del Consejo de Europa en una resolución aprobada el 10 de agosto de 1951 que declaraba: «La Asamblea expresa la esperanza de que en el futuro cercano los españoles puedan celebrar elecciones libres y establecer un régimen constitucional con un parlamento, cuyos miembros puedan ser elegidos para servir como representantes en esta Asamblea».


Si la exclusión de las instituciones políticas europeas era una humillación más o menos

dolorosa pero tolerable para España, la ausencia en las iniciativas de integración económica que dieron lugar a la Comunidad Económica Europea era mucho más preocupante debido a que, pese a su orientación autárquica, la economía española seguía siendo dependiente, en gran medida, de los intercambios con otros países europeos. España no fue invitada a participar en el Plan Marshall en 1947 y no pertenecía a la Organización Europea de Cooperación Económica (OECE) ni a la Unión Europea de Pagos, en las que se basaban los intercambios comerciales y financieros del continente. La propuesta francesa de crear una Comunidad Europea Agrícola o «Pool Verde» en 1951 y la creación de la Comunidad Económica Europea en 1957, decisiones que afectaban directamente a la economía española, obligaron a la dictadura a reconsiderar su posición ante la integración europea, a la que ya no se podía ignorar o rechazar sin más.


Para entonces se habían desarrollado distintas versiones de un particular europeísmo español entre los medios gubernamentales, las elites profesionales, diversos grupos sociales y los núcleos de oposición a la dictadura. Todos ellos compartían la idea de que España debía participar de alguna manera en Europa, pero diferían en la forma concreta que debía adoptar esa participación y en el propio significado que conferían al ideal europeo. Los católicos más vinculados con las responsabilidades del Gobierno, encabezados por el Ministro de Asuntos Exteriores, Alberto Martín Artajo, trataron de tender puentes con la Europa vaticana a través de sus relaciones con los demócrata-cristianos europeos, impulsores destacados del proceso de integración. Algunos miembros prominentes de la élite franquista se adscribieron, por su parte, al europeísmo sui generis del Centro Europeo de Documentación e Información (CEDI), un foro de personalidades cuya idea de una Europa ultraconservadora y fuertemente orientada a la defensa del Occidente cristiano contra el comunismo encajaba con las aspiraciones de la España franquista.


Una vía alternativa surgió en medios profesionales y académicos, cuyo interés por Europa partía del reconocimiento de que España no podía quedar ajena al proceso de integración del continente, y que animaron el debate intelectual acerca de las consecuencias económicas y culturales de este proceso. Otro grupo, el de los llamados tecnócratas, que asumieron importantes responsabilidades en el Gobierno y la Administración desde mediados de los años cincuenta, concibió la relación España-Europa desde el prisma de la necesaria modernización de la economía española. Los tecnócratas articularon un europeísmo puramente instrumental que se sirvió del referente europeo para justificar el abandono del modelo autárquico que estaba llevando al país a la bancarrota y su sustitución por una limitada liberalización económica. Para este grupo, la aproximación de España a las Comunidades Europeas era un imperativo dictado por la economía; su europeísmo era la expresión en el ámbito exterior del desarrollismo económico que impulsaban en el interior, despojando el ideal europeo de su vinculación con la democracia liberal. Las dificultades políticas derivadas del rechazo que la Dictadura de Franco seguía despertando en la Europa democrática eran, en su visión, irrelevantes o, al menos, no insuperables.


Desde presupuestos muy diferentes, en los años cincuenta se articuló un europeísmo propio de la oposición interior a la dictadura, que compartía la idea de que España debía cambiar su régimen político si quería desempeñar un papel activo en Europa. «Toda actividad política antifranquista durante estos años tenía un carácter europeo. (…) Europa representaba para nosotros una ventana abierta que nos permitía soñar con la democracia», escribiría años más tarde Tierno Galván, uno de los intelectuales que como Ortega y Gasset, Calvo Serer y Giménez Fernández partieron de su convicción europeísta para pedir la sustitución de la dictadura por un régimen de libertades.


Desde el exterior, el exilio político atesoraba entre tanto una larga trayectoria de participación en los foros políticos europeos, a los que llevó la voz de aquellos a los que la dictadura consideraba la «antiespaña». Políticos como Salvador de Madariaga desde el Movimiento Europeo, Indalecio Prieto y Rodolfo Llopis como dirigentes del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), y Tomás Gómez y Pascual Tomás por la Unión General de Trabajadores (UGT) lucharon con éxito por evitar la aceptación de representantes del franquismo en las instituciones políticas, económicas y sindicales europeas, y exigieron la democratización del país como condición previa a cualquier contacto entre España y Europa. Su postura halló la comprensión mayoritaria de la izquierda europea, en la que el recuerdo de la Guerra Civil generaba un sentimiento colectivo de deuda histórica con los demócratas españoles, aquellos a los que la dictadura consideraba la «antiespaña».


En 1962, el debate en el interior del Gobierno español sobre la necesidad de adaptación a las condiciones establecidas por la integración europea se resolvió favorablemente a las tesis tecnocráticas y el Gobierno solicitó, el 9 de febrero, la apertura de negociaciones con la CEE. La izquierda europea se anticipó presentando en el Parlamento Europeo un informe (Informe Birkelbach) que rechazaba la asociación de España a las Comunidades Europeas mientras siguiera sometida a un régimen no democrático, lo mismo que hicieron los líderes del exilio español democráticos reunidos en el Congreso del Movimiento Europeo de Múnich en junio de 1962. Ante la falta de respuesta de las Comunidades, el Gobierno español reiteró su solicitud en enero de 1964. Tras un prolongado período de conversaciones exploratorias y la apertura de negociaciones en 1967, España tuvo que conformarse con la firma, el 29 de junio de 1970, de un simple Acuerdo Preferencial que regulaba sus intercambios comerciales con los Seis.


El resultado defraudaba las aspiraciones máximas de los dirigentes franquistas, que habían favorecido a lo largo de los años sesenta una interrelación económica de España con Europa impulsada por el incremento de los flujos comerciales y financieros, la recepción del turismo de masas y el envío de una importante emigración económica dirigida a los países europeos más desarrollados. La dictadura, rechazada por Europa pero sin temer el peligro del aislamiento económico total que habría resultado enormemente perjudicial para sus designios desarrollistas, apeló a los intereses nacionales para justificar de cara al interior por qué no era posible —ni, se decía ahora, deseable— una vinculación más estrecha con la CEE. El acuerdo de 1970, al que se añadió el 29 de enero de 1973 un Protocolo adicional para adaptarlo a la nueva Europa de los Nueve, fue el último documento suscrito por España y las Comunidades Europeas hasta la solicitud de adhesión presentada por el Gobierno de Adolfo Suárez el 28 de julio de 1977, apenas dos semanas después de la celebración de las primeras elecciones democráticas desde el final de la Guerra Civil.


El Acuerdo Preferencial entre España y la CEE llegó cuando el régimen de Franco entraba en su fase terminal. El deterioro de la salud del dictador avanzó en los cinco años siguientes paralelamente al agotamiento del proyecto político del régimen franquista, a la desafección entre los diversos grupos que sustentaban la dictadura, al incremento de la conflictividad social, a la creciente fuerza de la oposición democrática y a la paralela intensificación de la violencia represiva del Estado. Mientras la oposición democrática, todavía en la ilegalidad, obtenía el respaldo de líderes políticos y sindicales de toda Europa occidental, el régimen de Franco, incapaz de evolucionar y encastillado en las respuestas represivas, concitaba un repudio cada vez mayor de las opiniones públicas europeas. Las últimas ejecuciones del franquismo, el 27 de septiembre de 1975, desencadenaron una oleada de condenas internacionales y la retirada de los embajadores de los países de la CEE.


Cuando murió finalmente el dictador, el 20 de noviembre de 1975, España estaba más sola que nunca en Europa. Uno de los principales retos del sucesor de Franco, el rey Juan Carlos I de Borbón, y de la clase política que pilotaría el incierto proceso de transición política hacia la democracia, consistió en posibilitar la participación de España en el proceso de construcción de una Europa unida, de la que había estado excluida durante casi cuatro décadas de dictadura.

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